Por Arturo Rodríguez
@ArturoRT
Mi fin de semana estuvo repleto de celebraciones religiosas, al menos más de las que acostumbro tener. Deben entender que para mí, tener una boda un día y un bautizo al siguiente, equivale al karma eclesiástico que suelo acumular en un año entero. Tener la oportunidad de estar presente en celebraciones de este tipo me hace ver, cuestionar, criticar y admirar muchas cosas. A fin de cuentas, es como si entrara –sin pasaporte– a un país desconocido con el simple hecho de estar bajo el techo de la “casa del señor”.
La razón principal que me motivó a escribir sobre este tema y por la que estoy dejando fluir estas palabras fue un acto que presencie durante el bautizo de mi sobrino. Ahí estaba yo, parte de una multitud de familiares que presenciábamos como el pequeño Daniel –sin haberlo escogido– era bienvenido en una de las comunidades más antiguas y con mayor número de miembros de nuestra sociedad. Daniel, bastante tranquilo y con su pelo güero ya húmedo, reposaba en los brazos de su mamá cuando de repente el padre, desde su púlpito, levantó su mano derecha –al mismísimo estilo de
Magneto de los X-Men– y dijo “ahora convoquemos a la comunidad de los santos para que protejan y guíen a Daniel”.
Acto seguido, el padre empezó a nombrar, uno por uno, a varios santos; “San Pedro”; su voz –noté– un poco más solemne que antes; “San Pablo”; su postura también un poco más erguida; “San Lucas”; sus dedos contrayéndose un poco al hablar; “Santo Tomás”, y así sucesivamente hasta mencionar a varias personalidades del mundo celestial.